jueves, 30 de septiembre de 2010

Si caminaras más a menudo por las playas en invierno, entenderían tus pies descalzos que no quieren alejarse del infierno...

Un,
dos,
tres...
Cuenta hacia atrás y vuelve al mismo lugar...
Tres,
dos,
uno...

Respira.

Camina despacio por las aceras vacías pensando que ya vendrá la Luna con sus mareas a alejar de sí mismo los malos pensamientos.

Parpadea.

Se para, cierra los ojos y se estremece pensando en ese ser.

Palpita.

Tiembla todo su cuerpo, firma su rendición. Sin darse cuenta es la presa otra vez.

Traga saliva.

Se disculpa cuando alguien tropieza con su cuerpo inmóvil y se cruzan sus miradas.

Taquicardia.

Aún no se ha acostumbrado a su olor, se ha perdido otra vez. No dejan de mirarse, no pueden hacerlo.

Dilatación de pupilas.

No puede moverse, no quiere defenderse, perdió su escudo y sus armas ya hace tiempo.
Se deja besar.
Se deja abrazar.
Se deja acariciar.

Excitación.

Empeño

Ese día, aquel día, empecé a sonreír con sólo un pensamiento.

Aquel día empezó al revés, aquel día empezó en la noche.

Yo caminaba sin prisa y con sonrisa difusa.

Yo era un pequeño corazón que miraba un cielo que tenía sólo dos estrellas.

Aquel día no fue el champán.

Aquel día fue una mirada la que desordenó mi cabeza con una ternura perenne, tras haber sufrido muchos inviernos.

Aquel día, aquella noche, mi cabeza decidió olvidarla para intentar romper el plan de mi corazón.

Aquel día, después de aquella noche, me desperté confusa sin saber si era mi cabeza o mi corazón el que se empeñaba en desmemoriarme aún más.

Desde aquel día, desde aquel día que luego cambiamos por un cuatro, empecé a olvidarme de mí misma, empeñada en no olvidarte a ti.

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Escribo todo lo que hay aquí cuando la niebla se apodera de mi mente y se desata la poca cordura que me queda. Cuando me grita el silencio, rompiéndome los tímpanos, que murió el viento en algún lejano acantilado preso del dolor de la lluvia en sus párpados.

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