martes, 8 de febrero de 2011

Desatino

Esconde los miedos en una esquina o debajo de una alfombra, allí dónde se acumule el polvo, se asusta al chocar con la fría lluvia que acomete todo lo que está fuera de sus pupilas y camina despacio.
Se ha acostumbrado a escribir en los espacios oscuros de las noche.
Se ha sometido a respirar despacio, piano, suave, pausado, sosegado, delicado, como las caricias de la luna. Las mismas que ya no recuerdan los trozos de piel de detrás de la oreja izquierda, el pedazo de justo a tres centímetros del ombligo, y el hueco dónde se esconde la sombra de los labios.
Pero prefirió mojarse a poner una barrera más entre el cielo y su cuerpo.
Le pasó una vez que se rompió hasta el estribo, se cayó desde muy alto. Entonces dejó de escuchar, perdió la voz y se le vendó toda la piel del cuerpo en sueños, como si se tratase de saliva, sin apenas darse cuenta.
Desde entonces se ha arrepentido de todas las revoluciones y los desfalcos de corazones. Se ató una bufanda blanca para ocultar los cardenales del delirio y empezó a caminar por la vida con sigilo y sin despropósitos que buscar.
Sucede que ahora, ya no encuentra el botón del desvarío ni sabe tampoco lo que es, y que ha perdido del todo el oeste guiándose por una precisa, en lugar de preciosa, brújula que le lleva a un único norte.
El punto que nunca querrá olvidar...pero tampoco recordar.

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Escribo todo lo que hay aquí cuando la niebla se apodera de mi mente y se desata la poca cordura que me queda. Cuando me grita el silencio, rompiéndome los tímpanos, que murió el viento en algún lejano acantilado preso del dolor de la lluvia en sus párpados.

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