viernes, 10 de mayo de 2013

Esa tarde llovía.

Llovía.
Los fantasmas se levantaban de su sueño infinito cuando llovía.
En aquella ciudad, de la cuál ella no conocía su nombre, todos desaparecían cuando llovía.
Y esa tarde llovía.
El Sol se iba escondiendo a medida que las cadenas de la libertad desaparecían, a cada gota de agua que, estrepitosa, rompía su propio ser en su suicidio desde el edén.
Y la gente se escondía del cielo bajo extraños artilugios que llamaban "umbrellas" mientras ella caminaba sin saber muy bien a dónde quería llegar o qué estaba siguiendo, si es que realmente seguía algo. Caminaba sin aquellos artilugios que, de haber llevado, ocultarían la belleza de las nubes de tormenta, el gris opaco que  apenas solía ver en su lugar de origen. Le gustaba esa sensación, la lluvia suave mojando su rostro al caer, sentía las gotas en las mejillas como si de lágrimas se tratasen, con la diferencia de que esas lágrimas no le escocían en las mejillas.

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Escribo todo lo que hay aquí cuando la niebla se apodera de mi mente y se desata la poca cordura que me queda. Cuando me grita el silencio, rompiéndome los tímpanos, que murió el viento en algún lejano acantilado preso del dolor de la lluvia en sus párpados.

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