viernes, 10 de mayo de 2013

Las tormentas de verano y el olor a tierra mojada.

Adoro las tormentas de verano,
el olor que precede a esas tormentas.

La quietud del viento, y mi corazón que no puede parar.

Me encanta la lluvia templada del mes de agosto que levanta a su paso el polvo acumulado en las calles desiertas del mediodía, en los cielos plagados de después del ocaso.
Esa lluvia tiene el poder de limpiar los días duros, las caras tristes, las angustias que hacen daño, las sonrisas falsas, en mí tiene ese poder, tiene el poder de curar los desengaños y de calmar los recuerdos malos. Ese agua que me enfría y me calienta, me calienta el alma y me enfría la piel, me templa las manos y me limpia la hiel, ese agua pone mi mundo al revés. Y mientras cae me hace volar cerca del suelo y caminar por el cielo.

Se me mueve el bazo solo de pensarlo.

Y mientras camino por el cielo, ya sea de noche o de día, la tormenta me transporta a otro lugar en que no existe noche o día, en el que el Sol y la Luna hacen turnos de 24 horas, y de vez en cuando, se funden en un eclipse.
Las tormentas de verano me transportan a veces a una canción y otras a una película de amor.
Los truenos de esas tormentas son como si se oyera afuera el tamborileo que lleva algunos días mi corazón, sobretodo esos días, esos días en los que no hay días ni noches, cielo ni suelo, ríos ni montañas, y sólo estoy yo.
Yo en esos sueños con olor a tierra mojada.

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Escribo todo lo que hay aquí cuando la niebla se apodera de mi mente y se desata la poca cordura que me queda. Cuando me grita el silencio, rompiéndome los tímpanos, que murió el viento en algún lejano acantilado preso del dolor de la lluvia en sus párpados.

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