jueves, 22 de octubre de 2015

Miedo.

Los días y las noches corrían demasiado rápido sin él. Sin su calma mi mundo se desplomaba hacia el precipicio, como ocurría en los mapas antiguos.
Estúpida de mí, no sabía cómo parar el mundo.
No podía. Sólo cuando él aparecía. Entonces el mundo se detenía en todos los momentos perdidos y me sobraban horas para hablar y escucharle y besarle y que me calmara esta prisa que llevo dentro.
Pero cuando él no aparecía...
se me rompían las palabras,
se derretían las sábanas por su ausencia,
se quemaban mis manos de pensarle.

Y tuve miedo.

Era tan tonta que no entendía que el miedo también detenía el tiempo.
Y durante tanto tiempo tuve miedo, que no era consciente de los días que pasaban lento, días que para él fueron meses viviendo deprisa, alejándose se mí.


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Escribo todo lo que hay aquí cuando la niebla se apodera de mi mente y se desata la poca cordura que me queda. Cuando me grita el silencio, rompiéndome los tímpanos, que murió el viento en algún lejano acantilado preso del dolor de la lluvia en sus párpados.

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